Un modelo europeo
Campos nazis y franquistas
Los campos salvajes
La fase de centralización
1939-1942
1942-1945
Población judía en Europa
Consideraciones finales
Empresas y mano de obra
Estimación de víctimas
Bibliografía



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El sistema de campos de concentración nacionalsocialista, 1933-1945
un modelo europeo



Los campos de concentración nazis y franquistas

Elementos comunes. Diferencias cuantitativas

El propósito de este apartado no es historiar los campos de concentración, sino analizar la estrategia de destrucción de los individuos y colectivos considerados enemigos que se desarrolló en esos campos. Es decir, analizar los elementos comunes entre el modelo nacionalsocialista y el franquista, pero sin centrarnos en las diferencias cuantitativas ni cualitativas.

Los campos de concentración españoles nunca fueron campos de exterminio, propiamente dichos. Pero en ellos se seguían estrategias totalitarias que incluían entre sus objetivos la muerte, ya fuese aleatoria o selectiva. También se establecieron sistemas de poder en el que los prisioneros adquirían un carácter subhumano.

En ambos casos, el delito permanente fue la disensión, de un modo o de otro, con el régimen impuesto. Pero en España no existió el componente racial que en Alemania.

Los vencidos de la guerra civil fueron tratados como delincuentes. En el caso alemán, la demonización del enemigo alcanzó su máxima expresión, cuando fue considerado un elemento extraño, externo y dañino, por lo que el exterminio estaba plenamente justificado. Para conseguir llevar a cabo el proceso exterminador, es necesario que las víctimas pierdan su humanidad, que no tengan rostro definido, porque los verdugos tienen que pensar que no están asesinando a personas.

La estrategia totalitaria española analizaba el virus político del disentimiento y lo aislaba de su entorno, como una forma de cura de la enfermedad; una vez convertido en inofensivo, podría ser devuelto a la sociedad sin que se reprodujera la enfermedad. No se pretendía un exterminio generalizado, sino selectivo, con fórmulas indirectas como las enfermedades, el hambre, el agotamiento y el frío. No buscaba imponer una mecánica de exterminio generalizado, sino de doblegamiento y sumisión para evitar que esa parte de la población pudiese levantarse nuevamente contra la jerarquía del “orden natural” de la sociedad.

La estrategia totalitaria

En el caso español también sufría las consecuencias el entorno familiar de los recluidos en cárceles y campos de concentración: el círculo familiar también debía ser doblegado, por ejemplo, a partir de la multiplicación de las dificultades económicas.

En los campos nazis se trabajaba de forma paralela entre el trabajo físico de aniquilamiento y el de la desintegración moral de los presos. La muerte se propagaba de forma masiva, a través de fórmulas muy diferentes, que establecían diferentes ritmos de exterminio. No existía una estrategia de asimilación posterior, porque no había una “cura” a la enfermedad que sufrían los disidentes. Al contrario, se trataba de desintegrar y aniquilar, por razones diversas (entre ellas étnicas, políticas o sociales), los elementos enfermos de la sociedad.

Una fórmula común en ambos sistemas fue el silencio para esconder el mundo concentracionario: el silencio de las víctimas, pero también de la sociedad a la que pertenecían, que se mantuvo a parte de la persecución y la tortura. La confusión sobre lo que eran los campos facilitaba que los “delincuentes” fuesen llevados al horror de los campos de concentración sin rebeliones.

La extensa literatura testimonial tiene en Primo Levi uno de sus más importantes representantes, gracias a su trilogía sobre su experiencia en Auschwitz; las cicatrices físicas y morales de esa experiencia le llevaron finalmente al suicidio. En una de sus obras denunció el silencio de los alemanes: “(…) aunque no pueda suponerse que la mayoría de los alemanes aceptara la masacre sin inmutarse, la verdad es que la escasa difusión de la verdad sobre los Lager constituye una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán” (LEVI, P., Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2002, p. 14).

Otra estrategia era la que sustituía el silencio por los rumores que permitían entrever la realidad, aunque fuese de forma distorsionada. Por ejemplo, la mayoría de los historiadores sitúan en 1942 el momento en que la población judía comienza a comprender la existencia y función de los campos de concentración y exterminio. Así, aunque el silencio era el elemento predominante, la información o desinformación hacía posible que algún conocimiento existiera, como un arma disuasoria ante los disidentes, reales o potenciales.

Las experiencias de los deportados

Tanto en el franquismo como en el nazismo, el traslado a los campos de concentración, en trenes de ganado, completamente cerrados, era una fase esencial de la experiencia de los deportados: el destino era desconocido, los trayectos duraban días, las condiciones (hacinamiento, hambre, sed, suciedad, frío, calor) eran inhumanas. Este era uno de los prólogos del aprendizaje.

La destrucción moral era otro de los elementos comunes para eliminar cualquier sentimiento de autoestima. Por ejemplo, en los campos nazis se les hacía correr desnudos, acosados por los golpes y los perros; se les hacía formar durante horas. Se trataba de aplicar instrumentos que degradasen a los prisioneros de cara a sus guardianes y al resto de la población alemana. La obligación de realizar actos fisiológicos en público era otra vía de degradación. La desnudez de los deportados pretendía humillar a la persona, porque se enfrentaba a las normas de la cultura occidental.

La suciedad era otra de las recetas ancestrales para humillar al prisionero, porque así se le acercaba a un estado de bestialidad que permitía considerar que los sucios eran los otros, el enemigo, la raza inferior.

Los recuentos públicos no buscaban la enumeración de los internos, sino que, por su duración indeterminada, siempre de pie, con las peores condiciones climatológicas, eran una forma de vasallaje y una ocasión más de hacer pagar colectivamente un error o una acción individual o de unos pocos. Los recuentos también eran una fase crucial en el aprendizaje de los presos.

El dolor físico o moral estaba destinado a minar la resistencia de los presos e impedir la creación de redes de solidaridad entre ellos, algo que no siempre se lograba.

La creación de una jerarquía, dentro de los mismos presos, estaba al servicio del sistema de dominio. La estratificación los dividía, insertaba la sospecha y la desconfianza entre ellos y posibilitaba un ejercicio interpuesto de autoridad, habitual en toda institución carcelaria o concentracionaria. Así, los campos creaban su propia pirámide social. La mezcla de delincuentes comunes y políticos era una de las fórmulas habituales para introducir la desconfianza en las filas de los presos. Situando al delincuente por encima del político se le hacía ver que su actitud política le había llevado a lo más bajo de la sociedad. Las sospechas y las denuncias les distanciaban y facilitaban la función del dominio con mayor eficacia para lograr su sumisión.

El trabajo de los presos no sólo buscaba la rentabilidad económica de los campos de concentración, sino la expiación de sus culpas y el aprendizaje de lo que el Estado totalitario reservaba para los disidentes.

La muerte debía estar presente en cada rincón de los campos. En el caso español, el trabajo se reformuló para colocarlos fuera del ámbito concentracionario: los presos válidos para el trabajo pasaron a formar parte de diferentes formas de brigadas de trabajadores, y se les utilizaba no sólo para crear la infraestructura de los campos y su mantenimiento, sino que servían para acelerar la construcción de infraestructuras para las poblaciones cercanas o para cubrir una determinada necesidad del régimen.

En el caso español no había una mecánica científica de exterminio, sino una actuación selectiva. Esta actuación eliminó cualquier tipo de organización (partidos, sindicatos, etc.) de distinto signo, que se identificaba con el régimen republicano. Además, se buscaba eliminar todo tipo de conciencia política, social y cultural que se identificase con la República, mediante una política de terror que se llevó a cada rincón de España.

La utilización de la violencia generalizada, común en ambos sistemas, quedó legitimada por el sistema político o militar imperante.